jueves, 30 de diciembre de 2010

DE COMO EL ALCOHOLIMETRO ME HIZO LOS MANDADOS

 Por Benedicto Tres Equis
Después de muchos años que logré evitarlos, ayer tuve el disgusto de caer en las redes de un alcoholímetro. La experiencia fue realmente desagradable, pues este asunto me generó desde que lo inventaron para las calles de la Ciudad de México, sentimientos encontrados: por una parte me parece una medida realmente fascista y autoritaria, y por otro lado reconozco que la mesura en el beber no es lo que caracteriza al mexicano enfiestado y un control de esta naturaleza seguro evita muchísimos accidentes que ocurren y perjudican no sólo a quien se le pasaron las copas, sino a quien, probablemente, ni siquiera ha bebido.
 Como decía, es la primera vez que me pesca un retén de esta índole y fue justo saliendo de una reunión en temporada post-navideña. Aunque realmente no tomé demasiado alcohol (un whisky y un par de copas de vino tinto) la forma en la que me trataron los policías me hizo pensar que las siguientes 36 horas las pasaría en lo que llaman El Torito, con un traje a rayas blanco y negro, con un grillete encadenado a una gran bola de acero, cumpliendo trabajos forzados y contando las olas para lograr escapar como lo hacía Papillon.
Desde que el primer oficial se acercó a la ventanilla de mi carro y me interrogó con esa autoritaria y fría cortesía, pensé que las cosas no iban bien. "Buenas noches caballero, ¿ha tomado alcohol recientemente?" me preguntó, a lo que respondí afirmativamente "¿Cuántas copas se tomó?" Dos o tres, le respondí. El tipo me miró con recelo y de inmediato me pidió "que le soplara" Pues que estamos en un exámen de la secundaria o es ese el método científico que utilizan para medir el alcohol en la sangre, le pregunté. Esto bastó para que se olvidara de su tono de falsa amabilidad y me indicó que tenía que bajar de mi automóvil, con las llaves en la mano y que lo tenía que acompañar; por un momento pensé en seguir con el sarcasmo y preguntarle en qué tono y qué canción quería que le acompañara, pero me contuve pues algo así me podría significar el purgar una larga condena en las Islas Marías.
El polícia me escoltó hasta donde había un grupo de oficiales que le estaban levantando sus generales a otro ciudadano al que, a ese sí, se notaba que se le habían pasado las copiosas. De hecho su coche ya estaba siendo levantado por una grúa. El lugar estaba bastante oscuro y me acerqué a una pequeña mesa ante la que se encontraba otro oficial en la penumbra tratando de leer unos papeles. De inmediato y como si fuera yo un delicuente o un terrorista, otro policía que lucía una enorme barriga se paró frente a mí y me ordenó que me colocara a un par de metros de distancia de la mesa. Obedecí sin chistar pues conforme aparecían más policías, su actitud era cada vez más grosera y hostil. De alguna parte apareció otro oficial que me preguntó si sabía yo en qué consistía el programa "Conduce sin alcohol", a lo que respondí que algo había oído, pero que era la primera vez que me detenían. Con tono frío y mecánico el oficial me dijo que me harían una prueba y que si mi nivel de alcohol rebasaba algo así como el 0.40  (de no sé qué escala o bajo qué criterio, porque los conocimientos científicos de los gendarmes no llegaban a tanto) me remitirían con un juez cívico y  tendría que cumplir 36 horas de arresto... inmisericorde, humillante e inconmutable. La verdad es que en ese momento se abrió una pausa que me pareció tenía la intención de que yo les solicitara encarecidamente que me ayudaran y que aceptaran una mordida para dejarme ir sin realizar la prueba. Esto no lo puedo asegurar pues como ya sabemos, la corrupción en México tiene esa cosa del matiz en el que no es el policía el que pide, sino el ciudadano el que ofrece. Y como no ofrecí nada, pues ahí no pasó nada.
El policía me mostró una pipeta y me explicó que tenía que soplar con fuerza una vez que estuviera colocada en su alcoholímetro. Como el lobo del cuento de los tres cochinitos, soplé con fuerza hasta casi caer desfallecido. Aún así el policía me pidió que soplara de nuevo, lo cual me pareció un abuso de autoridad y una tortura, pero saqué fuerzas de flaqueza y lo hice de nuevo.
Lo que sucedió a continuación nos dejó sorprendidos a todos. El policía revisó el indicador numérico de su alcoholímetro y me miró con un gesto de decepción, pues resulta que el aparato marcaba CERO PUNTO CERO CERO. Yo no pude evitar la alegría que me causó el resultado y con una gran sonrisa pregunté si ya me podía ir. A los policías no les quedó más remedio que hacerse a un lado para dejarme pasar. Ganas no me faltaron de decirles: abrid paso a una persona PERFECTAMENTE SOBRIA.
Cuando eché a andar mi coche tuve la tentación de arrancar a toda velocidad y rechinando llanta. No lo hice porque la frustración de los polícías que me querían entambar en El Torito se podría traducir en una peliculesca persecución policiaca.

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