Por Benedicto Tres equis
Cuando oía hablar del "gran pueblo de México" pensaba en una clásica expresión patriotera o en parte de un discurso de uno de esos nefastos aspirantes a una diputación. Después caí en la cuenta de que se trata de una descripción precisa de una realidad ancestral de esta ciudad. México no es un gran un pueblo... realmente es un pueblote. No importa que se trate de la ciudad más grande del mundo, tampoco es muy creíble eso de "la gran metrópoli", cuando después de las diez de la noche la única opción culinaria son los tacos al pastor. Es triste, pero hay que reconocer que mucho de lo que aquí sucede o entra en la categoría de mediocre o de decepcionante, por ejemplo: ¿Habrá peor tortura que una dósis de televisión mexicana? Los conciertos que llegan a la ciudad, y que valen la pena, generalmente son a precios enloquecidos y con una pobre producción, como si a los artistas la plaza no les importara más que para llevarse carretadas de dolarucos. Sin duda vivir en el tercer mundo además de indigno es más caro.¿Será que los mexicanos tenemos una extraordinaria habilidad para la negación y eso nos ubica en un "mundo raro" como decía el maestro José Alfredo? Hoy me sucedieron tres cosas que pueden ejemplificar, más no explicar todo esto. Primero me tocó atestiguar cómo una presentadora de la televisión se escandalizaba y se indignaba por la flagrante pobreza de unos niños hindúes; estaba conmovida y realmente encabronada por las condiciones infrahumanas en las que viven esos niños. Si estuviéramos en Suecia entendería la reacción, me imagino que la vida por allá es tan cómoda que les permite ese tipo de reacciones, pero la verdad es que si esta mujer que vi en la mañana se diera una vuelta por las colonias marginadas que hay en esta ciudad vería cosas iguales o peores y de seguro su reacción sería de lo más indiferente. Un rato después tuve la suerte de viajar en uno de esos camiones del transporte público; si, de esos verdes que tienen aire acondicionado, una suspensión que parece que vas flotando, y en los que una amable sobrecargo te ofrece bebidas refrescantes y una almohadita para que descanses los pies... si alguien no sabe de lo que estoy hablando, le sugiero que deje de usar por un día su automóvil. La verdad es que no es cierto, esos transportes todavía no existen por estos lares, pero esa impresión me dio cuando sonó el teléfono de una chavita que viajaba a mi lado. No sé si fueron sus palabras, su tono de voz, su actitud o todo el conjunto, pero de pronto me dio la impresión que iba yo junto a la mismísima Lady Di. Hablaba como El Pirrurris, ese personaje "de la Ibero" que popularizó Luis de Alba y que se ha convertido en el más absurdo símbolo de estatus de esta ciudad (y probablemente del país), porque en México los jodidos siempre piensan que los jodidos "son los otros" y con una simple entonación al hablar se puede escapar de la jodides de viajar en transporte público, vestida con ropa raída.
El tercer encuentro cercano que tuve con el pueblote de la ciudad de México fue el más alucinante. Caminaba por una calle cercana a mi casa cuando escuché música de mariachi. Al principio pensé que se trataba de uno de considerados automovilistas que les gusta viajar con el estéreo a todo volumen para compartir sus gustos musicales, pero luego me di cuenta que se trataba de música en vivo, pues se oía diferente. El caso es que se trataba de una carroza fúnebre con un nutrido cortejo, integrado por dolientes y un grupo de mariachis que interpretaban Amor Eterno, mientras caminaban como en procesión a paso lento. No sé qué me tenía más asombrado, el toparme con algo así o las preferencias musicales del difuntito.
La cosa es que eso me llevó a considerar cuál sería mi última voluntad musical y en ese momento pensé que cualquiera de las canciones del Piporro sería más que conveniente, aunque una de Tom Jones no estaría nada mal. Ni hablar cada quien sus gustos, por eclécticos que sean. Ajúa.
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