Por Benedicto Tres Equis
Lo de cabecitas blancas es un mito! La prueba está en que cada 10 de mayo las calles, los restaurantes y las tiendas son tomadas por mujeres de la tercera edad con el cabello recién pintado color uva, pelirrojas, rubias, morenas... de todos los colores y sabores pero muy raramente de color blanco puro (y si así fuera, quizá también se trataría de algún tinte). Recién bañaditas y pintadas, visten sus mejores galas, incluso algunas hasta se quitan el tradicional y lechuguino delantal para lucir medias en colores ala de mosca o tofico. Todo para esperar pacientemente a que los hijos pródigos tengan a bien llegar hasta sus amorosos brazos para celebrarlas como se merecen.Las madrecitas pasean por las calles partiendo plaza, dignas, altivas con esa combinación de gracia y fortaleza que sólo puede dar la seguridad de que son dadoras de vida, paladines de la abnegación. Esa sola fecha demuestra que 364 días de espera valieron la pena, pues el mundo gira a su alrededor. Porque no cabe la menor duda de que la veneración por la madre en nuestro país vence al más cruento y terrible virus, pone en verde cualquier semáforo, reactiva la economía restaurantera, hace palidecer la más desaforada campaña política y hasta detiene las infames balas de los narcos. Lo más curioso de todo es que a este sentimiento de omnipotencia se pretenden sumar madres de todas las edades y hasta las que aún no lo son del todo, porque cargan al crío en la barriga. Pero, sin duda, una madre entrada en años tiene mucho más credibilidad e impone más respeto. Sus lágrimas y sufrimientos por los hijos e hijas que son ovejas negras o descarriadas son definitivamente más conmovedores, convincentes y de mayor valía. Es una realidad abrumadora: una madre es una madre... y dos madres son dos madres... y tres madres son tres madres... y así hasta el infinito y más allá o por lo menos hasta llegar al número de mexicanos que aprendieron la lección al grito de "Por mi madre bohemios" lección bien aprendida al calor de unas buenas copas en una cantina, lejos de la mirada inquisidora de la esposa, pero muy cerca del corazón siempre amoroso y comprensivo de su progenitora.
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