Por Bettina Fidencio
(blogara invitada)
Con el deceso se pierde la vida, es cierto, lo cual es siempre una lata, pero a cambio se gana en todo lo demás, sobre todo en virtudes. La muerte convierte al bandido en hombre de probada honradez; al infiel, en amante esposo, al libidinoso, en hombre de comprobada templanza; al idiota, en individuo de inteligencia preclara; al odioso, en simpático por naturaleza; al tacaño, en generoso sin par. Es más, si, digamos, un muerto fue un hijo que hizo sufrir a su madre, no será recordado como un mal hijo, lo más que le puede pasar es que le compongan un corrido y pase a la historia como el hijo desobediente.
Yo jamás he oído, por ejemplo, que en un entierro el compadre más querido del finado tome la palabra y, con lágrimas en los ojos y la voz quebrada por el llanto diga algo como: “Gaspar, todos lo sabemos, se gastaba la quincena en viejas y le pegaba a la comadre, él sabría por qué, pero la quería y era buen padre, con los hijos de ella y con los que dejó regados por todos lados... los que lo conocimos desde niños sabíamos que era huevón pero empeñoso y hábil para la lana, será que por eso se hizo rico. Le daba por el pomo, es cierto, pero invitaba a los cuates; no pus, si desprendido sí era... Siempre lo recordaré tal cual, que no es como ustedes creen, pero yo lo conocía desde chico, cuando le robaba a su abuela...” Por lo visto, la verdad, junto con el muerto, es sepultada.
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