jueves, 2 de abril de 2009

Marzo: mes cabalístico

El otro día, pensando en no me acuerdo qué asunto, aunque probablemente algo de comida, de repente y sin proponérmelo, caí en la cuenta de que el mes de marzo tiene algo de cabalístico en relación con el número tres. Ahora, yo sé que el tres no es lo que podríamos llamar el número cabalístico por exelencia; no, estoy consciente de que tal atributo lo tienen, por ejemplo, el siete y el trece, y que el tres, en todo caso, es un número netamente de cubilete, aunque me parece que en algunas religiones orientales efectivamente posee ciertas características, digamos, esotéricas. Pero bueno, qué se puede esperar de una religión inventada por gente para la que el arroz no es un mero sabroso primer plato, sobre todo con un huevo arriba, sino su alimento básico…

Viendo las cosas desde ese ángulo, entonces no resulta raro que, como consecuencia de una grave deficiencia alimenticia, sus números cabalísticos anden entre el uno y el cuatro porque, digo, para llegar a trece, mínimo un buen filete de vez en cuando. Pero volviendo a la cabalisticidad del tres en relación con marzo, exploremos algunas sorprendentes coincidencias: marzo es el mes tres del año y tiene treinta y un días. Si a tal cifra le sumamos los dos números que la integran y le restamos uno, nos da tres. Marzo tiene, si le quitamos los días treinta y treinta y uno, ¡tres días con tres!: el día tres de marzo, el día trece de marzo y el día veintitrés de marzo.

Si al día trece le restamos diez, ¿qué nos queda? Otra vez tres. Si al veintitrés le sumamos dos y luego le sustraemos veintidós, nuevamente llegamos a tres. Del día treinta ni hablamos porque el cero, con todo y lo gordito, no cuenta, de manera que allí tenemos un tres más. En otro orden de ideas, marzo tiene tres fechas importantísimas: la conmemoración del natalicio de Juárez, la llegada de la primavera y la salida del invierno y, para colmo, todo ello sucede el día veintiuno, que está formado por un dos y un uno que, sumados, aunque sea difícil de creer nos vuelve a resultar tres.

Ahora, si usted se pone a contar el número de sílabas que componen las conmemoraciones antes mencionadas, el fenómeno comienza a dar un poco de miedo. Vea usted: invierno se divide así: in-vier-no, tres sílabas. Benito (que así se llamaba Juárez) nos da: Be-ni-to, otras tres sílabas y, finalmente, si a primavera, en vez de darle un toque político que, además, arruina mi hipótesis al dividirla PRI-ma-ve-ra, le damos un bello toque familiar y la dividimos prima-ve-ra, entonces nuevamente nos encontramos con un tres.

Otras maneras de encontrarle tres (no le digo) pies al gato a este ligeramente terrorífico y, según entiendo, hasta ahora poco conocido fenómeno cabalístico consiste en, por ejemplo, tomar el día seis y dividirlo entre dos; o, mejor todavía, divida el día nueve entre tres y quédese pasmado; usted nada más fíjese en el doce y sume uno y dos, los números que lo componen; o al catorce, réstele el uno al cuatro; en el caso del dieciséis todo es cuestión de no tomar en cuenta al uno y dividir entre dos el restante seis; sume el uno y el ocho del dieciocho y luego divídalo entre tres y admírese…

Y así me podría seguir, pero me parece más correcto que usted se divierta buscando el cabalístico tres en los días que no he mencionado. Otro dato igualmente escalofriante: agarre una semana de marzo, la que más le guste, tome usted sábado y domingo y 100 súmele el día que su auto no circula, allí tenemos tres días fuera de lo común. Ahora, si de los cuatro restantes usted quita el tradicional “san lunes”, se encontrará con ¡tres días laborables!

Ya para finalizar, a estas alturas algún lector perspicaz habrá caído en la cuenta de que entre los tres días festivos que marqué para marzo no incluí el cuarto: la conmemoración de la expropiación petrolera. Ello se debe a que cae en domingo, en dieciocho, y es un aniversario político, por eso lo puse aparte, pues, por sí mismo, nos da otras tres veces tres: do-min-go, Lá-za-ro y Cár-de-nas… Que, por si fuera poco, ex-i-lió a Plutarco E-lí-as y Calles, más tres por todos lados…

Como se puede apreciar, marzo es un mes muy especial. Será por eso que yo nací el cinco, aunque me esperaban para el tres; pero no importa: si usted a cinco le resta dos tenemos el infalible tres, de manera que mi descubrimiento es aún válido…

Reto a quien quiera a que ponga en duda esta revelación que voy a patentar para después vendérsela en tres millones de pesos a tres ricos que estén dispuestos a hacerse todavía más ricos agregándoles, a ese tres, ceros de tres en tres… ¡Cuidado con marzo! Porque, para acabar, fíjese bien: ma-r-zo… Aterrador, ¿no?

HOMO ZAPPING !Vaya clase de Animales!


En el matutino recorrido por los canales de tv, me encontré con un video de The Animals que me llamó la atención por varias razones: primero que nada, cómo era posible que esos muchachos jóvenes y frescos tuvieran la ocurrencia de elegir ese nombre para el grupo si su apariencia, tan inofensiva y fresa, distaba tanto de un nombre tan provocativo como provocador.
La canción era, por supuesto, “The house of the rising sun” que hasta entonces había tenido una larga tradición de covers, pero que fue gracias a esta versión que se acuño el término Folk Rock. El inconfundible aullido de Eric Burdon le dio un carácter realmente extraordinario a una letra “non santa” y escandalosa que bien podría haber escrito Baudelaire, Henry Miller, Agustin Lara, José Alfredo Jiménez o cualquier otro juglar dispuesto a celebrar la moral relajada. Lo increíble es que estamos hablando de los años sesenta.
Y ahí está el otro aspecto que me causó sorpresa y admiración, ya que ese video fue grabado en 1964, ¡cuando se supone que aún no existían los video clips! Pues hay que ver este con atención, con un viaje de cámara de esos que tanto le gustan a Martín Scorsese; con un concepto minimalista (¿o será mini-animalista?) que cualquier director de los de hoy en día podría vender su alma al diablo para ejecutarlo tan limpiamente y con alguno que otro “pajareo” por parte de los integrantes del grupo… pero nunca de Burdon quien se muestra tan serio y entregado como si estuviera interpretando una plegaria o un canto gregoriano.

¿Urgencias o necesidades?


¿Mingitorio o urinario? ¿Hacer de las aguas o hacer espacio pa' la otra chela? ¿Orinita vengo o voy a hacer chis? Cualquier reflexión, por profunda que sea, se iría por el caño si estos artefactos cumplieran su función.

¿La vida lo estará matando?

miércoles, 1 de abril de 2009

Letras y letrinas

¡Oh, Jack!

El viernes venía en el coche oyendo un noticiario y tratando a la vez de librar a una pesera que me estaba echando la lámina sin el menor pudor, cuando alcance a oír una noticia que no me quedó muy clara: si en no sé cuál de los estados de Estados Unidos estaban tratando de prohibir la necrofilia, o si al contrario estaban tratando de legalizarla.
Sea cual sea el caso, una vez que logré salvar la vida dejando atrás a la pesera con la carrocería indemne, me puse a reflexionar sobre este asunto. De entrada la temática de la necrofilia tiene muy mala prensa porque el respetable nada más oye perversión y, además sexual, y lo más tranquilizante que se le viene a la mente es Jack el Destripador en su recámara con su señora: no, no en la recámara de Jack el Destripador con su señora del señor destripador, sino al insensato y cruel destripado en la recámara y con la señora del pensante: porque Jack puede hacer lo que quiera con su señora y en su recámara, pero en la recámara y con las señoras de los demás, lo mínimo que se le exige es sexo seguro y, de preferencia, sin violencia. Aunque dudo que El Destripador entienda estos conceptos dado su historial y su moral victoriana. Ya ve usted lo que hizo esa reina moralista de lo que fue un gran imperio. Qué pena.
Pero volviendo al tema de la necrofilia sobre el cual yo reflexionaba una vez salvada la vida de la pesera, tuve que acudir a un muy buen diccionario para cerciorarme de que dicha parafilia fuera en verdad exclusivamente sexual o también pudiera referirse sencillamente al apego o hasta cariño por los muertos de uno, es decir los familiares y amigos. Y, en efecto, el diccionario no deja dudas: la necrofilia es una perversión sexual con todas las agravantes, no nada más cuestión de apego.
Y ello me llevó a una última reflexión . Si se legaliza la necrofilia puede parecer una atrocidad. Pero si se legaliza y se exige la intervención de un buen taxidermista entonces la cosa cambia, porque siempre me parecerá más humano meterse en cama con la señora disecada, que tirarla a la basura e irse a comprar una muñeca de esas de silicón tamaño natural a la que son tan afectos los gringos.

Mueran las Viejitas Ventajosas

Mucha gente ha leído Doctor Jekyll y Mister Hyde, de Stevenson,
y se queda pensando que se trata de un relato de ficción.
¡Nada más falso! La transformación planteada en el libro
es un hecho real y cotidiano. Es más, a mí me sucede con frecuencia
y sin necesidad de pócima; con hacer cola me basta.
Hacer cola es una de las torturas más refinadas concebida
por el hombre en el siglo XX. Es un acto que transforma a la
mejor persona en un ser monstruoso y sanguinario. Es una
perversidad burocrática que hace aflorar todo lo malo de los
seres humanos, que resta dignidad, que crea nefandos pensamientos
y, además, ¡cómo cansa!
Yo no sé si a todo el mundo le sucede, pero yo cambio
cuando hago cola. Por lo general soy una persona pacífica y
afable a la que le horroriza la violencia. La última vez que me
peleé fue hace veinte años, en la secundaria, y fue por un lío
de faldas: intentaron levantarme la mía. Pero hacer cola me
transforma, me pone negro, me convierto en un ser deplorable
y reprobable. Por lo general, al estar haciendo cola, me
doy cuenta de que la mutación ha comenzado cuando empiezo
a odiar a la persona que está delante de mí. Casi siempre el
odio principia por la nuca: me quedo viendo fijamente esa parte
de la anatomía del ciudadano que me antecede mientras me
invade una rabia infinita, progresiva y mortal. El punto culminante
llega cuando se me ocurre que el peluquero del estúpido
de adelante seguramente es el burro de la Roqueta. Cuando alcanzo
tal estado sé que la transformación ha sido completa,
que mister Hyde se ha apoderado de mí.
Y es precisamente en ese momento, cuando el personaje
que da el título a este artículo hace su aparición: la Viejita
Ventajosa. La Viejita Ventajosa es como Dios: está en todas
partes. Pero aquí me voy a referir a un espécimen particular
de Viejita Ventajosa; el más insidioso y al que conozco mejor;
el que hace de las suyas en las sucursales bancarias. Estoy casi
seguro de que se trata de una conspiración, de que existe por
allí una secta, un grupo secreto, una cofradía de Viejitas Ventajosas
que opera a plena luz del día con los más oscuros propósitos.
Usted seguramente se ha topado alguna vez con este
personaje en el banco y ni cuenta se ha dado. Pero no es difícil
descubrirlo. Las Viejitas Ventajosas llevan siempre el mismo
uniforme y siguen el mismo ritual. Usted nada más esté
atento la próxima vez que vaya al banco y, basado en la información
que a continuación expondré, desenmascare a la conspiradora.
Para empezar, la Viejita Ventajosa viste, siempre, un abrigo
tejido gris, verde oscuro deslavado o azul marino desteñido.
Esta prenda la llevan encima, independientemente de la estación
del año. Debajo del abrigo no fallan unos pantalones, por
lo general cafés, aunque también pueden llegar a ser de otro
color, pero invariablemente de uno que no combina con el
abrigo. El calzado es otra constante y suele ser ¡pantuflas de
peluche color azul turquesa! Cosa, por sí misma, digna de tormento
o, por lo menos, de flagelación. El modus operandi de
la Viejita Ventajosa sigue un patrón inmutable. Llega al banco
a la hora pico, cuando más clientes hay y, si es viernes de
quincena, mejor. Recorre lentamente las cajas hasta estar segura
de cuál es la cola más larga. Para ello se va deteniendo al final
de cada fila y revisa largamente a quien esté formado al final.
Esta maniobra puede parecer que sirve para decidir quedarse
en dicha fila, pero la verdadera finalidad es percatarse de si la
gente de esa ventanilla tiene o no prisa. El caso es que cuando
descubre la cola de los que sí la tienen se frota las manos con
satisfacción. El siguiente paso es observar durante largo rato a
los formados como si los estuviera contando. Después se detiene
largos minutos mirando los letreros que indican las operaciones
que se pueden hacer en esa ventanilla, cosa que sabe
perfectamente porque conoce el banco desde veinte años atrás.
A continuación finge que desde tan lejos no alcanza a distinguir
los letreritos. Se pone los lentes, se los quita, los limpia,
entrecierra los ojos y frunce el ceño como forzando la vista y
pone cara de concentración. Acto seguido se dirige muy lentamente
hacia el principio de la fila. Se coloca junto a la persona
que en ese momento es atendida y se vuelve a quedar mirando,
como pasmada, los letreros de trámites. Por lo general no
pasan más de tres minutos cuando la cajera se percata de su
presencia. En cuanto nota que ha sido observada, la Viejita
Ventajosa pone cara angelical y, papeles en mano, se recarga
en el mostrador y le pide información a la cajera. Como es obvio,
ésta se conmueve y no sólo le resuelve sus dudas sino que
de paso le realiza los trámites en ese momento. ¡Misión cumplida!
Una vez más la Viejita Ventajosa se sale con la suya;
volvió a saltarse la cola. Como punto final, la viejita da hipócritamente
las gracias, se da media vuelta y recorre la cola con
mal contenida sonrisa triunfal, mientras los que todavía esperan
su turno fingen no haberse dado cuenta de la faena y miran
distraídamente hacia otro lado procurando contener las ganas
de patear a la aprovechada.
Seguramente, saliendo del banco la viejita se reúne con
otras cofrades en alguna cafetería y se pasan el resto de la mañana
riendo infernalmente de sus hazañas bancarias mientras
almuerzan con la desmesura propia de su maldad. Y así pasan
su vida, y la pasarán, si algún valiente no toma medidas para
acabar con esta conspiración.
Yo llevo meses pensando cómo hacerlo y se me han ocurrido
toda clase de soluciones. Para terminar, voy a proponer
sólo dos: una tipo doctor Jekyll y otra tipo mister Hyde. La
primera consiste en la creación de una ventanilla especial para
Viejitas Ventajosas donde sólo ellas pudieran realizar sus trámites,
pero que solamente en esa ventanilla pudieran hacerlo;
les estaría prohibido usar las demás. Una vez que las viejitas se
dieran cuenta de que ya no pueden molestar a nadie sencillamente
se retirarían, desaparecería la cofradía y ellas regresarían
a atender a sus nietos, como debe ser. Esta me parece una solución
eficaz y, sobre todo, pacífica.
La segunda propuesta, la Hydeana, es algo más drástica,
pero igual de efectiva. Consiste en hacer una redada de Viejitas
Ventajosas, juntarlas, despojarlas de sus infames babuchas de
peluche color azul turquesa, hacer una pira con ellas y… ¡no
permitiré que mister Hyde se apodere de mí! Lo que voy a hacer
es comprar, o alquilar, una Viejita Ventajosa y mandarle a
realizar mis trámites bancarios. ¡Que otros hagan corajes!