jueves, 7 de mayo de 2009

Una noche en Port Bou

Por Eusebio Torres
(blogista invitado)


Un atardecer en Pourt Bou, suena bonito, ¿no? Podría ser el título de una película, pero no lo es. En 1982 fui a España a vivir un tiempo. A los tres meses tenía que renovar mi visa y había dos formas de hacerlo: ir a la comisaría más cercana y tramitar una prórroga o salir del país y entrar nuevamente. ¿Qué cree que hice? Claro, salir del país, total la frontera más cercana a Barcelona estaba sólo a 400 kilómetros. Era Port Bou, en la costa entre Francia y España. Tomé el tren un viernes por la tarde y llegué cuando el sol se ponía, crucé la aduana y salí de la estación. Para llegar a Port Bou había que subir una pendiente. La subí con la fatiga de dos cajetillas diarias de Ducados. Llegué a la cima, vi el panorama desolador de un puerto lóbrego bajo un cielo encapotado y amenazante de lluvia, y en un súbito ataque de depresión, decidí que no era buena idea pasar la noche allí, de modo que regresé. Al entregar mi pasaporte al agente de migración me preguntó cuánto dinero traía. Le dije que cinco mil pesetas a lo que me respondió que con esa cantidad no podía entrar al país. Cuando, después de implorar y humillarme, finalmente pasé el último tren se había ido.

No conozco la estación del tren de Paracho, pero la de Port Bou ha de ser parecida sólo que más fría y con olor a chorizo. La banca de espera era un tabla, de modo que me preparé a pasar la noche más incómoda y solitaria de mi vida. Llevaba unos minutos contando las manchitas del piso de mosaico cuando llegó compañía: era un joven como de mi edad, de indumentaria parecida, barba y bigote, igual que yo, pero, eso sí, mucho más cochambroso. Aún así que lo saludé. Error garrafal del que me di cuenta cuando sacó de su morral Siddarta. Se sentó a mi lado y leyó un párrafo en voz alta. “Lo he leído” -mentí. Pues como sí no hubiera oído. Releyó el párrafo y, encima, me lo empezó a explicar. Con súbitas ganas de llorar me imaginé las siguientes siete horas escuchando a Hesse en la interpretación de un mariguano español. Me acosté en la banca y me hice el dormido hasta que amaneció.

En cuanto llegó el tren, aterido de frío y molido de estar acostado en una tabla, salí pitando y lo abordé. Nada más salir de la estación llegó un camarero. Le pedí dos cubas libres. Regresó con ellas. Me empiné la primera, me la merecía. Se me quedó viendo escandalizado. Lo ignoré y se alejó. Era un día radiante de cielo despejado. El Sol empezaba a salir y me consolaba. La primera cuba hacía su benéfico efecto. Me acurruqué en la butaca, prendí un Ducado, sorbí otro trago. Una sensación de bienestar infinito me invadió. “Port Bou –pensé-, suena bonito”.

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