Por Eusebio Torres
(blogista invitado)
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No conozco la estación del tren de Paracho, pero la de Port Bou ha de ser parecida sólo que más fría y con olor a chorizo. La banca de espera era un tabla, de modo que me preparé a pasar la noche más incómoda y solitaria de mi vida. Llevaba unos minutos contando las manchitas del piso de mosaico cuando llegó compañía: era un joven como de mi edad, de indumentaria parecida, barba y bigote, igual que yo, pero, eso sí, mucho más cochambroso. Aún así que lo saludé. Error garrafal del que me di cuenta cuando sacó de su morral Siddarta. Se sentó a mi lado y leyó un párrafo en voz alta. “Lo he leído” -mentí. Pues como sí no hubiera oído. Releyó el párrafo y, encima, me lo empezó a explicar. Con súbitas ganas de llorar me imaginé las siguientes siete horas escuchando a Hesse en la interpretación de un mariguano español. Me acosté en la banca y me hice el dormido hasta que amaneció.

En cuanto llegó el tren, aterido de frío y molido de estar acostado en una tabla, salí pitando y lo abordé. Nada más salir de la estación llegó un camarero. Le pedí dos cubas libres. Regresó con ellas. Me empiné la primera, me la merecía. Se me quedó viendo escandalizado. Lo ignoré y se alejó. Era un día radiante de cielo despejado. El Sol empezaba a salir y me consolaba. La primera cuba hacía su benéfico efecto. Me acurruqué en la butaca, prendí un Ducado, sorbí otro trago. Una sensación de bienestar infinito me invadió. “Port Bou –pensé-, suena bonito”.
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